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Archive for the ‘Síndromes’ Category

Ayer, cuando preparaba el desayuno, me encontré el azucarero sobre la mesa, aunque juraría que yo no lo había puesto allí. Hoy, mientras preparaba el desayuno, el azucarero no estaba sobre la mesa y, sin embargo, juraría que lo había puesto allí. De lo que deduzco que sí que lo hice, pero ayer, y mi cerebro ha tardado un día entero en informarme. Voy a castigarle dejándole sin chocolate, que sé que le produce una gran satisfacción cada vez que lo tomo. A ver quién puede más.

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Desde hace unas semanas siento por anticipado. De repente, sin venir a cuento, la boca se me llena de sabor clorofila; horas después me compro un chicle que no sabe a nada. Paseo por la calle y me sacude un orgasmo; horas después conozco a una mujer en un bar, hago el amor con ella y no siento lo más mínimo. Anteayer noté nítidamente cómo una bala me atravesaba la cabeza y me destrozaba el cerebro, así que como medida preventiva me he encerrado en casa a cal y canto. Ahora sé que esta precaución es inútil: desde hace unas horas me envuelve un penetrante olor a madera de pino, que ha cedido el paso al de la carne descompuesta, y un irritante cosquilleo que tiene su origen en el estómago ha empezado a extenderse lentamente por mis vísceras. Jamás hubiera imaginado que una legión de gusanos dándose un banquete a tu costa pudiera resultar tan molesto.

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Tengo 78 años y un síndrome. Hace ocho años mi marido murió de un infarto. En el momento en que le dio el infarto, nevaba. Desde entonces, cada vez que nieva, tengo la seguridad de que a alguien a mi alrededor va a darle un jamacuco. El verano pasado, en Marbella, un desconocido que tomaba el sol a mi lado sufrió uno. Por supuesto, salí corriendo para protegerme de la inminente nevada. En mi castigado cerebro, las asociaciones de ideas han tomado el poder y fabrican sus propias certezas. Hoy, sin ir más lejos. Me invitaron a una recepción en la Zarzuela. Estaban todos los que salen en el Hola y en el Qué me dices. Olían a papel cuché satinado. Francamente, algunos apestaban. No me atreví a estrecharle la mano a nadie por miedo a espachurrársela. Evidentemente, no escuché nada de lo que decían. Jamás leo los textos de este tipo de revistas.

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Un pliegue en la corteza orbifrontal del sistema límbico me permite administrar a mi antojo las emociones: que me toca la lotería, guardo la alegría en el pliegue y la disfruto cuando quiera; que se muere un familiar y no me siento con fuerza para afrontar el disgusto de golpe, lo dosifico. Mi táctica vital consiste en guardar lo bueno y consumir lo malo conforme me vaya sucediendo. Soy un ahorrador de entusiasmo, un tacaño de la jovialidad, un avaro de las emociones positivas. Si puedo evitarlo, no gasto ni una. Todo va al pliegue, todo. El pliegue en la corteza orbifrontal es mi hucha de cerdito del optimismo. Socialmente me defiendo porque he aprendido a fingir regocijo. Jijiji, ríe el témpano. Jajaja, celebra el carámbano. No es ratería, es previsión. Hago como la hormiga: acumulo para el invierno. La vejez es muy dura. Lo sé porque de joven trabajé en un geriátrico. Sí, es sacrificado no disfrutar del nacimiento de un hijo mientras los demás derrochan felicidad por doquier, pero cuando me jubile dispondré de una generosa pensión de alegrías, no como el resto, que llega a viejo sin reservas, con lo puesto, y al primer achaque serio ya están jodidos. El que no ríe antes ríe después, aunque ría solo.

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¿Que por qué estoy acojonado? La cosa se remonta a la infancia: todos los niños tienen estrategias para retrasar el momento de salir de la cama. Mi estrategia era dormirme pronto y, una vez dentro del sueño, echarme a dormir y, una vez dentro del segundo sueño, echarme a dormir otra vez, y así sucesivamente, así que, cuando mi madre me zarandeaba por la mañana, yo notaba un leve tirón y despertaba del último sueño en el anteúltimo sueño; al segundo zarandeo despertaba del anteúltimo sueño en el antepenúltimo, y así sucesivamente. Si había logrado amontonar un buen número de sueños durante la noche mi madre tenía que zarandearme más de treinta minutos hasta conseguir romper la última pompa de morfeo. Con los años no he abandonado la estrategia porque sigue sin gustarme madrugar, y ahora es mi mujer la que hace las veces de madre. He desarrollado, incluso, una cierta capacidad de resistencia, y si el zarandeo no es muy fuerte soy capaz de aguantar sin bajar de sueño. Pero esta mañana, cuando iba hacia el trabajo sacándole humo a las suelas, como siempre, ha sucedido lo que nunca me había pasado: he notado el tirón, el familiar y característico tirón que persigue sacarme del sueño. Y estoy acojonado porque es la primera vez que me sucede despierto.

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Yo aún no había nacido cuando inventaron las píldoras de memoria, esos diminutos contenedores de una unidad de información mnemónica. Tengo cita con el dentista a las 5. Pastilla al canto y a las 4: ¡Anda, si tengo cita con el dentista a las 5! La semana que viene es mi aniversario de boda. Recoger al niño en el colegio. Comprar papel higiénico. Aquello era como tragarse el post-it. El efecto secundario no venía en el prospecto: a los pocos años, montones de casos de atrofia de memoria. Dos opciones: terapia de rehabilitación, larga y penosa, para volver a recordar por ti mismo, o tirar palante. Decidimos tirar palante. Crean los comprimidos polirecuerdo, con todo el programa de actividades para el día siguiente químicamente resuelto en una sola toma. Más tarde inventan las míticas nemoyó, que ayudan a la gente a recordar quién es al despertarse. Son personales y se supone que intranferibles. Me acosté diciéndole a mi mujer por enésima vez que no pusiera su pastilla al lado de la mía y me levanté pensando que mi marido era un pesado de campeonato. Como a mi marido, es decir, a mi mujer, le pasó lo mismo, en seguida caímos en la cuenta y tomamos cada uno la pastilla correcta. Fue extraño, pero zambullirnos en los recuerdos del otro sirvió para conocernos mejor: me hizo prometerle que no volvería a acostarme con la del quinto y yo le di la oportunidad de que me devolviera la colección completa de los mundiales de fútbol que había tirado a mis espaldas a un contenedor. Recientemente, las autoridades sanitarias han alertado sobre un lote de quinientas mil nemoyós distribuidas erróneamente por Yesterday Corporation. Se ruega a los miles de afectados en todo el país que acudan a los centros médicos para hacer un censo apresurado de identidades intercambiadas y a ver qué se puede hacer. Difícil, muchos estarán encantados.

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Nada más nacer rompí a llorar y ya no dejé de hacerlo. Durante años una procesión de médicos intentó diagnosticarme sin éxito. ¿Qué te duele?, me preguntaban. No lo sabía. Empecé a sospecharlo con 6 años, cuando me llenaba de felicidad al ver dos cosas juntas que rimaban: taza y maza, termo y cuaderno, mochila y gorila. Pronto empecé a sufrir las consecuencias de mi terapia sanadora: me echaron del equipo por jugar al balón con el talón, y del colegio por pegar en los piños a los niños. El divorcio de papá y mamá fue un auténtico dramá. Mi deseo de rimar todo lo que me rodeaba marcó la agenda de mis descubrimientos: la primera vez que una mujer me ofreció un porro acepté, porque teta rima con peta. Empecé a salir con Bernardo porque me llamo Gerardo, que, además, rima con nardo. Lo nuestro no fue un flechazo sino un pareado. Pero es difícil convivir con un Poeta del Todo, cuyo salón de casa tiene tres mesas, dos cuadros de calesas, seis estatuas de princesas y un banco de pesas. Sólo yo soy capaz de apreciar la profunda belleza de este escenario.

A la mayoría de la gente le pasa lo que a mí: buscan armonizar lo que les rodea, pero lo suyo está más cerca de la prosa poética, no son tan rígidos. Sufren, pero no tanto. Y lo mío va en aumento. Hace tiempo que desprecio los simples pareados y las rimas asonantes. He endurecido las reglas: hay días que necesito regalarme una décima en versos alejandrinos; naturalmente siempre hay algún suceso que desbarata el conjunto. Mi vida se pone cuesta arriba. Veo el futuro duro. Anoche soñé que tenía un idilio con suicidio.

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No puedo mirarme en los espejos y menos en sitios públicos. Si lo hago, sí o sí me meto los dedos en la nariz. ¿La razón? Padezco el Síndrome del Agujero Negro, una neurosis propia de los físicos: allá donde hay un agujero pequeño, me asalta el convencimiento de que, si no lo tapo de inmediato, el mundo va a desaparecer por él. Obvia decir que no soy capaz de mirar a la gente a la cara, lo cual me hace pasar por un super tímido patológico; mejor eso que un super cerdo patológico. En casa la cosa la hemos resuelto poniéndonos tapones en la nariz. En mi caso no es tan necesario, lo hago por solidaridad con mi mujer y mis hijos, a quienes, valga la redundancia, les toca las narices que yo sea el único que ande con las fosas nasales despejadas. Cuando viene alguna visita, mi mujer le ofrece una bolsita muy apañada con 4 tapones (no hay que olvidarse de las orejas). Esto de no poder oír ni poder oler hace que sea un incordio visitarnos; el lado bueno es que esos pocos que vienen tiene uno la certeza de que son verdaderos amigos. Mi mujer lo lleva con deportividad, lo que no quita para que, a veces, dé rienda suelta a su fastidio, como aquella noche en que me despertó a las 3 de la mañana, me llevó al baño y me obligó a mirar el grifo que goteaba y no la dejaba dormir. Cuando llegó el fontanero por la mañana tuvo que forcejear con mi dedo antes de hacerlo con mi grifo. Otras veces me saca un queso de gruyere: sabe que esto me vuelve loco así que procuro no irritarla. Tiene gracia, otras relaciones se van al garete porque tienen más agujeros que un queso; la mía, sin embargo, aguanta gracias a eso. A menudo sueño que me caigo en un contenedor lleno de tubos de lacasitos, pero no importa, porque me miro las manos y tengo cien dedos en cada una. Lo del tipo que se agachó delante de mí en una ducha pública para recoger el jabón, casi que lo dejo para otro día.

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Una situación: los cristales de la tienda están tan limpios que no los veo y me estampo. Mi reacción: no hay reacción. Me choco, me levanto, rodeo el cristal y sigo andando; la percepción inicial de que no hay cristal es tan formidable que mi cerebro no registra ni el dolor del golpe ni ninguna de las acciones posteriores y me veo directamente al otro lado, como si realmente el cristal no existiese. Se llama Síndrome de Sugestión Dominante. Una vez, en casa, vi una cucaracha sobre la mesa; mi mujer la cogió, se la llevó a la boca y la masticó como si tal cosa. Luego supe que era una almendra que, en un primer vistazo, yo había confundido con un insecto. Me costó meses volver a besarla sin lengua y con lengua estoy en ello. He de andar con cuidado: hace unos meses me caí a una piscina sin darme cuenta. La sugestión «no hay piscina» fue tan poderosa que me ahogaba sin enterarme. La socorrista me sacó y me hizo el boca a boca. Le di las gracias por las dos cosas. Es uno de mis últimos recuerdos sociales; digo esto porque hace meses que no veo a nadie: un día me desperté y mi mujer no estaba en la cama, mis hijos no estaban en casa y la gente no estaba en la calle. La razón me dice que soy víctima de un nuevo engaño de la sugestión. Creo que sé de qué se trata. El último domingo de marzo hubo un cambio de hora: soy tan despistado que no me enteré, así que debo estar viviendo una hora antes que el resto. Suerte que mañana es el último domingo de octubre y vuelve  a cambiar la hora: el resto del mundo volverá a presentarse en la hora en la que vivo y de la que se largó en su día. Soy un tipo tranquilo que ha aprendido a convivir con su Síndrome; lo único que me preocupa es que la muerte me sorprenda de espaldas: no me gustaría irme al otro barrio sin saber que me he ido y, una vez allí, no reconocer ni a Dios.

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Ser un hombre realmente guapo me ha permitido conquistar a mujeres cada vez más guapas. Al contrario que la hipócrita opinión dominante, la belleza siempre me ha parecido el mejor argumento de socialización: cuando conocía a una mujer más guapa que la que tenía me iba con ella, hasta que encontraba a otra aún más guapa; así hasta que empecé a salir con la que, según varias revistas, era la primera belleza del planeta. Entonces sufrí un accidente de coche: una lesión en el córtex prefrontal alteró radicalmente mi sentido de la estética y todo se volvió del revés. Las guapas me parecían feas y las feas guapas. ¿Tiene arreglo?, pregunté. Puede, me dijeron, pero ¿quién estaría interesado en investigarlo?: sólo hay otro caso como el suyo en el mundo, no es mucha clientela. Dejé a mi mujer por no verle la cara cada mañana y empecé a salir con las mujeres más feas que conocía, siempre en orden descendente. Fue sumamente sencillo: todas se pirraban por el primer guapo que les hacía caso. Y así fui dejando a mi paso otro reguero de corazones destrozados. Hasta que un día, paseando por Bombay, la encontré: arrugada, mugrienta, contrahecha, desproporcionada. Mi diosa. Aquello no fue un flechazo, sino un carcaj entero de flechas clavándose a la vez en mi pecho. Por primera vez en mi vida supe que había llegado al puerto definitivo en el que echar el ancla. Entonces ella levantó la cabeza y me vio. Vio a un hombre excepcionalmente guapo fijándose en una mujer excepcionalmente fea y no pudo reprimir un gesto de repugnancia. Reconocí de inmediato la naturaleza de ese gesto. Sólo había dos casos de Síndrome de Inversión Estética en el mundo.

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Ayer por la mañana salí al jardín de casa con la escopeta, vi la codorniz y disparé dos tiros al aire. A la hora de la siesta escuché las dos detonaciones. A media tarde, cuando leía en el jardín, el pájaro cayó del cielo a mis pies. Mi mujer salió en ese momento de casa con la escopeta en la mano, me miró enfadada y dijo: Tranquilo, cariño, lo solucionaremos, no te preocupes, hoy en día existen tratamientos muy eficaces. Sentí una punzada dolorosa en la muela. Cené la codorniz: un perdigón alojado en su carne me perforó la muela. Nada más acostarme escuché la siguiente frase: Lo que usted padece es un SPD (Síndrome de Percepción Desordenada). Hoy por la mañana hemos ido a la consulta. Me desagradó el olor a codorniz guisada de la sala de espera. El médico movía los labios y, aunque yo no oía nada, sabía perfectamente lo que me estaba diciendo. Mi mujer puso su mano en mi brazo, me regaló un gesto de ánimo y dijo: ¡Por Dios! ¡No vuelvas a dejar la escopeta en cualquier parte; un día vamos a tener un accidente!

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Padezco el Síndrome del Sueño Perfecto. Un afortunado trastorno que conecta la región de la corteza cerebral donde se produce el sueño con la de la voluntad. Resultado: sueños a medida. La cosa funciona así: te haces un guión mental de qué es lo que quieres soñar, te acuestas, cierras los ojos y voilá. Los sueños son vívidos y exactos: cada detalle de lo que has pensado está ahí. Sólo hay un problema: es extremadamente adictivo: el tiempo que no paso soñando, lo paso confeccionando guiones fabulosos llenos de sorprendentes y deliciosos detalles, historias increíbles en las que soy el protagonista y, aunque, de vez en cuando, me regalo algún susto para romper la monotonía, el cien por cien de los sueños terminan de maravilla. Esta obsesión por diseñar mis sueños me llevó a una terapia de afectados por el mismo síndrome. En ella conocí a una mujer muy interesante. Me pasaba el tiempo de la terapia pensando en cómo introducirla en mi sueño (esta frase tiene doble sentido y los dos son válidos). La sorprendí un par de veces mirándome de reojo y me encantaba la idea de que ella pudiera estar pensando en qué hacer conmigo en sus sueños. Una noche sucedió algo extraordinario: soñaba que estaba con ella subiendo en un ascensor a la habitación del hotel, cuando, inesperadamente, pulsó el stop y empezó a desnudarme. Una noche después pasó lo mismo: un inesperado giro de guión convirtió un sueño fabuloso en un fabuloso sueño fabuloso. Al día siguiente, al salir de la terapia, me sinceré con ella y le conté lo que me había pasado. Lo sé, me dijo, bastaba ver cómo me mirabas para saber que soñabas conmigo, así que decidí que en mis dos últimos sueños me metería en tu sueño y tomaría las riendas de la situación. Me volvió loco su respuesta. Llevamos varios meses haciendo lo mismo: yo la sorprendo en su sueño y ella me sorprende en el mío. Sin embargo, esta fase de sorpresas pegó anoche un giro realmente imprevisto: cuando, en el sueño, iba a hacer realidad mi fantasía sexual de turno, ella me dijo que lo sentía, que le dolía la cabeza. Hoy, durante la terapia, he buscado en vano su mirada: ¿es imaginación mía o no le quitaba ojo al creativo pelirrojo del lazo americano? Es más, ahora que lo pienso, en nuestros últimos sueños he tenido la incómoda sensación de que había alguien escondido  en el armario. Mierda.

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Me encanta dormir. En los sueños doy vacaciones a mi inhibición patológica. Ayer mismo soñé que estaba en un estadio de fútbol, me quitaba la ropa, me ponía a correr en pelotas por todo el campo delante de cien mil espectadores y la poli me encerraba en una celda. Cuando me desperté me fui a una discoteca y me entraron dos tías: me corté tanto que creo que se largaron riéndose de mí. Luego me volví a dormir y fue la leche, porque era como una continuación de mi último sueño: un policía se acercaba a la celda en la que yo estaba y me decía que se habían retirado los cargos por exhibicionismo y que podía irme. Para celebrarlo me iba al metro y me ponía a cantar a voz en grito desafinando como un loco; luego hacía unas cuantas pedorretas poniendo la mano debajo de la axila e intentaba meterle mano a una señora, así que me llevaban a la comisaría de nuevo y me metían en una sala con dos sillas. Como no venía nadie, me aburría y empezaba a dar cabezadas. Entonces me desperté y salí a dar un vuelta. Cuando voy por la calle, siempre tengo la sensación de que la gente me mira, por eso voy mirando al suelo, y si alguien me dirige la palabra, le respondo con balbuceos. Fue un paseo agradable porque no me crucé con nadie. Después de caminar un rato me senté en un banco y debí de quedarme dormido. Una vez más, mi sueño empezó en el punto en el que acabó el anterior: estoy en la sala con dos sillas; hay un señor en la silla de enfrente, dice que es psicólogo. Dice que padezco un S.C.I., Síndrome de Conciencia Invertida. Dice que confundo la realidad con el sueño y el sueño con la realidad. Ante semejante chorrada me he descojonado a su cara. Luego me he bajado la bragueta y he meado encima de la mesa mientras le hacía un pase torero con los brazos en jarras. El tipo me miraba impasible.

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El síndrome de Floyd es una putada en toda regla. Imagínense: uno de los recuerdos más gozosos de mi infancia: Nico, Manu, Isa y yo, un domingo soleado de verano, al borde de un terraplén y a punto de saltar al río. Veo sus cuerpos con nitidez: las carnes flácidas y apergaminadas, las caras llenas de excitación y arrugas, las cabezas calvas o cubiertas de canas. Eso es el síndrome de Floyd. Lo padezco desde el 13 de enero de 1930, día en que nací. Mis recuerdos no sólo se borran o difuminan con el tiempo, como les pasa a los de los demás. Los míos, además, se hacen mayores. ¿Se imaginan que las caras de las fotos envejeciesen? Eso es lo que pasa dentro de mi cabeza. Con una particularidad añadida: mis recuerdos envejecen más rápido que las personas a los que aluden. Algo relacionado con el sueño y los biorritmos. Estéfano, por ejemplo, aunque aún está vivo, ya ha muerto en mis recuerdos y, por eso, cada vez que le veo no le reconozco. Me dicen que es Estefano y yo les creo, pero mi memoria es incapaz de retenerlo: estoy comiendo con él, me agacho para recoger la servilleta, y al levantarme no sé quién es ese señor de enfrente. Él, que está al tanto, dice: hola, soy Estefano, y me estrecha la mano. Se pasa el día estrechándome la mano. De hecho, Estefano es un ejemplo imaginario para ilustrar lo que me pasa; soy incapaz de poner un ejemplo real porque no me acuerdo de con quién me pasa. Hace unos meses, unos japoneses dieron con un medicamento paliativo. Te lo tomas y tus recuerdos rejuvenecen un poco. Lifting Memory, se llama. No es coña. Alisa, tersa y tonifica a los recordados. Algunos ahora están más jóvenes que en la realidad. Y eso es otra jodienda: me dicen que Elena ya se ha muerto, pero yo me niego a aceptarlo puesto que está vivita y coleando en mi cabeza. Se habrá ido a comprar tabaco. Desde hace unos días me inquieta una posibilidad: que yo también haya muerto, y que ahora no sea más que el recuerdo de mí mismo, siguiendo su trayecto solitario y huérfano hacia su propia muerte, como una sombra que se ha independizado de quien la proyecta.

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El caso es que yo la notaba rara. Estábamos pasando una temporada criminal: broncas y reproches. Me levantaba todas las mañanas con la palabra divorcio grabada en la frente. Y, de pronto, paf, un cambio radical. Empieza a ser amable conmigo. Inexacto: empieza a ser ingeniosa, divertida y absolutamente encantadora conmigo. Al principio no me fiaba: esta está tramando algo. Luego la convencí para hacerse un chequeo: un valor por debajo de lo habitual, un segundo análisis, un escáner y un diagnóstico. El médico y yo solos: su mujer padece el síndrome de Coppolato, una disfunción neurológica que provoca un trastorno severo de la transmisión y percepción afectiva. Nunca había oído hablar de ello, ¿en qué consiste? Su mujer dice y hace lo contrario de lo que piensa que dice y hace. O sea, una especie de daltonismo emocional. Así es. Y las reacciones de los demás, ¿también las confunde? No, esas las percibe correctamente. Dígame, doctor, ¿ella lo sabe? En absoluto. ¿Conviene informarla? Ni se le ocurra, podría provocarle un shock traumático. ¿Entonces? Dilúyale estas pastillas en agua y en tres meses todo volverá a la normalidad.

Tiré las pastillas a la basura. Los primeros meses han sido antológicos: mi mujer me odia a muerte, así que rezuma cariño. Y en la cama, creo sinceramente que, varias veces, su intención ha sido asesinarme con auténtica saña. O sea, el éxtasis. Encima sus amigos ya no la aguantan así que pasa todo el tiempo conmigo. Pero está empezando a pasar una cosa: me estoy enamorando perdidamente de ella y, claro, nota que mi actitud ha cambiado: ahora soy amable y encantador y está empezando a dejar de odiarme y se le está avinagrando el carácter y, dentro de poco, estará tan enamorada de mí que me hará la vida imposible. Entonces, será a mí a quién se le amargue el carácter y volveré a gritar, y eso hará que se cabree y vuelva a tratarme con delicadeza. Joder, deberían llamarlo el Síndrome de los Opuestos Ciclotímicos: su odio es mi felicidad, su amor es mi tormento, y el término medio, ¿a quién le interesa el término medio? ¿Dónde tiré las pastillas?

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Dábamos un paseo por el campo cuando mi mujer sufrió el síndrome de Gauss-Leary. También es mala suerte: a otros les sucede a la puerta de casa. Bien es cierto que hay sitios peores, como aquel chico al que le pasó justo cuando cruzaba la vía del tren y tuvieron que avisar a Ferrocarriles para que pararan inmediatamente el convoy.

Uno siempre ansía la solución más simple, así que intenté convencerla para que se moviera, pero ella no me veía, sólo miraba alrededor y tanteaba el aire con aprensión. Luego hice un amago de acercarme a ella y se puso a gritar como si un ejército de demonios se le echara encima. Al síndrome de Gauss-Leary se le conoce también como el trauma del encierro perfecto: tu cabeza no concibe la posibilidad de escapar de la cárcel imaginaria que te has creado, y tampoco la posibilidad de que alguien entre en ella. Así que llamé a unos albañiles. Al principio me dieron largas, y eso que les dije que mi mujer tenía un ataque de Gauss-Leary. Les tuve que prometer un plus por festivo, otro por desplazamiento, y otro más por asegurarme de que vendrían, menudos hijos de perra.

Durante las dos horas de espera recé para que no lloviese, no por mí, que tenía paraguas, sino por ella: dicen que la angustia se dispara si ves caer la lluvia durante un episodio de Gauss-Leary. También recé para que no se acercase ningún animal: recordaba el caso del anciano que palmó de un infarto cuando su perro, harto de esperarle, traspasó el círculo para tirar de él.

Cuando llegó la cuadrilla yo ya había sondeado el perímetro psicológico. Colocaron la base de ladrillos alrededor de mi mujer y fueron levantando filas. Temblaba ante la posibilidad de que se les cayese dentro un ladrillo. Fueron sumamente cuidadosos, la verdad. En tres horas habían terminado la casita y puesto la puerta. Dejaron que fuese yo quien la abriera. Mi mujer salió tan campante, como si no recordara nada. Montamos en el coche y volvimos a casa. Se lo conté en la cama, antes de apagar la luz del flexo. Me dio envidia: nadie está libre de sufrir un ataque de Gauss-Leary, pero aquellos que lo sufren no vuelven a padecerlo. Dormimos a pierna suelta.

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