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Posts Tagged ‘síndrome’

Desde hace unas semanas siento por anticipado. De repente, sin venir a cuento, la boca se me llena de sabor clorofila; horas después me compro un chicle que no sabe a nada. Paseo por la calle y me sacude un orgasmo; horas después conozco a una mujer en un bar, hago el amor con ella y no siento lo más mínimo. Anteayer noté nítidamente cómo una bala me atravesaba la cabeza y me destrozaba el cerebro, así que como medida preventiva me he encerrado en casa a cal y canto. Ahora sé que esta precaución es inútil: desde hace unas horas me envuelve un penetrante olor a madera de pino, que ha cedido el paso al de la carne descompuesta, y un irritante cosquilleo que tiene su origen en el estómago ha empezado a extenderse lentamente por mis vísceras. Jamás hubiera imaginado que una legión de gusanos dándose un banquete a tu costa pudiera resultar tan molesto.

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Me encanta dormir. En los sueños doy vacaciones a mi inhibición patológica. Ayer mismo soñé que estaba en un estadio de fútbol, me quitaba la ropa, me ponía a correr en pelotas por todo el campo delante de cien mil espectadores y la poli me encerraba en una celda. Cuando me desperté me fui a una discoteca y me entraron dos tías: me corté tanto que creo que se largaron riéndose de mí. Luego me volví a dormir y fue la leche, porque era como una continuación de mi último sueño: un policía se acercaba a la celda en la que yo estaba y me decía que se habían retirado los cargos por exhibicionismo y que podía irme. Para celebrarlo me iba al metro y me ponía a cantar a voz en grito desafinando como un loco; luego hacía unas cuantas pedorretas poniendo la mano debajo de la axila e intentaba meterle mano a una señora, así que me llevaban a la comisaría de nuevo y me metían en una sala con dos sillas. Como no venía nadie, me aburría y empezaba a dar cabezadas. Entonces me desperté y salí a dar un vuelta. Cuando voy por la calle, siempre tengo la sensación de que la gente me mira, por eso voy mirando al suelo, y si alguien me dirige la palabra, le respondo con balbuceos. Fue un paseo agradable porque no me crucé con nadie. Después de caminar un rato me senté en un banco y debí de quedarme dormido. Una vez más, mi sueño empezó en el punto en el que acabó el anterior: estoy en la sala con dos sillas; hay un señor en la silla de enfrente, dice que es psicólogo. Dice que padezco un S.C.I., Síndrome de Conciencia Invertida. Dice que confundo la realidad con el sueño y el sueño con la realidad. Ante semejante chorrada me he descojonado a su cara. Luego me he bajado la bragueta y he meado encima de la mesa mientras le hacía un pase torero con los brazos en jarras. El tipo me miraba impasible.

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El síndrome de Floyd es una putada en toda regla. Imagínense: uno de los recuerdos más gozosos de mi infancia: Nico, Manu, Isa y yo, un domingo soleado de verano, al borde de un terraplén y a punto de saltar al río. Veo sus cuerpos con nitidez: las carnes flácidas y apergaminadas, las caras llenas de excitación y arrugas, las cabezas calvas o cubiertas de canas. Eso es el síndrome de Floyd. Lo padezco desde el 13 de enero de 1930, día en que nací. Mis recuerdos no sólo se borran o difuminan con el tiempo, como les pasa a los de los demás. Los míos, además, se hacen mayores. ¿Se imaginan que las caras de las fotos envejeciesen? Eso es lo que pasa dentro de mi cabeza. Con una particularidad añadida: mis recuerdos envejecen más rápido que las personas a los que aluden. Algo relacionado con el sueño y los biorritmos. Estéfano, por ejemplo, aunque aún está vivo, ya ha muerto en mis recuerdos y, por eso, cada vez que le veo no le reconozco. Me dicen que es Estefano y yo les creo, pero mi memoria es incapaz de retenerlo: estoy comiendo con él, me agacho para recoger la servilleta, y al levantarme no sé quién es ese señor de enfrente. Él, que está al tanto, dice: hola, soy Estefano, y me estrecha la mano. Se pasa el día estrechándome la mano. De hecho, Estefano es un ejemplo imaginario para ilustrar lo que me pasa; soy incapaz de poner un ejemplo real porque no me acuerdo de con quién me pasa. Hace unos meses, unos japoneses dieron con un medicamento paliativo. Te lo tomas y tus recuerdos rejuvenecen un poco. Lifting Memory, se llama. No es coña. Alisa, tersa y tonifica a los recordados. Algunos ahora están más jóvenes que en la realidad. Y eso es otra jodienda: me dicen que Elena ya se ha muerto, pero yo me niego a aceptarlo puesto que está vivita y coleando en mi cabeza. Se habrá ido a comprar tabaco. Desde hace unos días me inquieta una posibilidad: que yo también haya muerto, y que ahora no sea más que el recuerdo de mí mismo, siguiendo su trayecto solitario y huérfano hacia su propia muerte, como una sombra que se ha independizado de quien la proyecta.

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El caso es que yo la notaba rara. Estábamos pasando una temporada criminal: broncas y reproches. Me levantaba todas las mañanas con la palabra divorcio grabada en la frente. Y, de pronto, paf, un cambio radical. Empieza a ser amable conmigo. Inexacto: empieza a ser ingeniosa, divertida y absolutamente encantadora conmigo. Al principio no me fiaba: esta está tramando algo. Luego la convencí para hacerse un chequeo: un valor por debajo de lo habitual, un segundo análisis, un escáner y un diagnóstico. El médico y yo solos: su mujer padece el síndrome de Coppolato, una disfunción neurológica que provoca un trastorno severo de la transmisión y percepción afectiva. Nunca había oído hablar de ello, ¿en qué consiste? Su mujer dice y hace lo contrario de lo que piensa que dice y hace. O sea, una especie de daltonismo emocional. Así es. Y las reacciones de los demás, ¿también las confunde? No, esas las percibe correctamente. Dígame, doctor, ¿ella lo sabe? En absoluto. ¿Conviene informarla? Ni se le ocurra, podría provocarle un shock traumático. ¿Entonces? Dilúyale estas pastillas en agua y en tres meses todo volverá a la normalidad.

Tiré las pastillas a la basura. Los primeros meses han sido antológicos: mi mujer me odia a muerte, así que rezuma cariño. Y en la cama, creo sinceramente que, varias veces, su intención ha sido asesinarme con auténtica saña. O sea, el éxtasis. Encima sus amigos ya no la aguantan así que pasa todo el tiempo conmigo. Pero está empezando a pasar una cosa: me estoy enamorando perdidamente de ella y, claro, nota que mi actitud ha cambiado: ahora soy amable y encantador y está empezando a dejar de odiarme y se le está avinagrando el carácter y, dentro de poco, estará tan enamorada de mí que me hará la vida imposible. Entonces, será a mí a quién se le amargue el carácter y volveré a gritar, y eso hará que se cabree y vuelva a tratarme con delicadeza. Joder, deberían llamarlo el Síndrome de los Opuestos Ciclotímicos: su odio es mi felicidad, su amor es mi tormento, y el término medio, ¿a quién le interesa el término medio? ¿Dónde tiré las pastillas?

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Dábamos un paseo por el campo cuando mi mujer sufrió el síndrome de Gauss-Leary. También es mala suerte: a otros les sucede a la puerta de casa. Bien es cierto que hay sitios peores, como aquel chico al que le pasó justo cuando cruzaba la vía del tren y tuvieron que avisar a Ferrocarriles para que pararan inmediatamente el convoy.

Uno siempre ansía la solución más simple, así que intenté convencerla para que se moviera, pero ella no me veía, sólo miraba alrededor y tanteaba el aire con aprensión. Luego hice un amago de acercarme a ella y se puso a gritar como si un ejército de demonios se le echara encima. Al síndrome de Gauss-Leary se le conoce también como el trauma del encierro perfecto: tu cabeza no concibe la posibilidad de escapar de la cárcel imaginaria que te has creado, y tampoco la posibilidad de que alguien entre en ella. Así que llamé a unos albañiles. Al principio me dieron largas, y eso que les dije que mi mujer tenía un ataque de Gauss-Leary. Les tuve que prometer un plus por festivo, otro por desplazamiento, y otro más por asegurarme de que vendrían, menudos hijos de perra.

Durante las dos horas de espera recé para que no lloviese, no por mí, que tenía paraguas, sino por ella: dicen que la angustia se dispara si ves caer la lluvia durante un episodio de Gauss-Leary. También recé para que no se acercase ningún animal: recordaba el caso del anciano que palmó de un infarto cuando su perro, harto de esperarle, traspasó el círculo para tirar de él.

Cuando llegó la cuadrilla yo ya había sondeado el perímetro psicológico. Colocaron la base de ladrillos alrededor de mi mujer y fueron levantando filas. Temblaba ante la posibilidad de que se les cayese dentro un ladrillo. Fueron sumamente cuidadosos, la verdad. En tres horas habían terminado la casita y puesto la puerta. Dejaron que fuese yo quien la abriera. Mi mujer salió tan campante, como si no recordara nada. Montamos en el coche y volvimos a casa. Se lo conté en la cama, antes de apagar la luz del flexo. Me dio envidia: nadie está libre de sufrir un ataque de Gauss-Leary, pero aquellos que lo sufren no vuelven a padecerlo. Dormimos a pierna suelta.

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