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Archive for the ‘La vida secreta de las señales’ Category

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El monstruo del lago Ness, el Yeti, hadas, espíritus, fantasmas y extraterrestres… El hombre que tocaba el piano con los pies se une al grupo de mitos supuestamente atrapados por la cámara. Un seguidor del blog me ha puesto sobre la pista del cartel ganador del Jazzaldia 44 de San Sebastián. ¿Es el hombre de la imagen el verdadero pieanista o un peatón cualquiera? Hagan sus apuestas.

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Un niño pequeño no sabe leer. Un adulto cree que sabe leer. El hombre que reordena las palabras sí sabe leer. Es él quien establece el canon de lector. El hombre que reordena las palabras lee, en un solo golpe de vista, cada palabra y todos sus significados ocultos; de una sola señal extrae varias informaciones provechosas.

Tú lees PARROQUIA. Él, ungido del don de la combinatoria, lee, además, RPARO AQUI, de lo que deduce que, quien entra en ella, lo hace con la intención de arreglarse a sí mismo. Tú lees METRO. ÉL lee también TEMOR y, aunque ignore la aciaga historia del Implacable, sabe que debe prevenirse de la MORTE. Donde dice STOP, dice POST, o, lo que es lo mismo, para alumbrar una reflexión hay que detenerse un momento y mirar lo que pasa ante tus ojos. Tú lees PROHIBIDO EL PASO y él sabe que, para saltarse esta regla, sólo hay dos (BI) razones: PIDO PASO O HELP. SE VENDE abre dos posibilidades: una compra difícil, con escaso margen de negociación: VES ENDE (Ende escribió La historia interminable), o: aprovecha, la venta está madura, puede haber un final (VE ES END).

Donde dice ALARMA, el hombre que reordena las palabras lee de una sola tacada: mejor AMARLA a que tenga que acudir AL ARMA. Quien LA ARMA, labra su desgracia, o dicho de otro modo, ARA MAL. Si el ocupante de la vivienda está fuera, sabrá que se ha ido a la costa cuando la señal le muestra A LA MAR, mientras que LA RAMA le informa de que se ha ido al campo.

El don del hombre que reordena las palabras encierra una buena y una mala noticia. La buena noticia es para él: lee en las señales más de lo que aparentemente cuentan. La mala noticia es para ti: lees en las señales lo que aparentemente cuentan.

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Los extraterrestres conocen de sobra nuestro dominio de la señalética. Por eso, han utilizado ese cauce para transmitirnos una información trascendental.

Una noche de enero de 1906, sólo once años después de que H. G. Wells concibiera la primera gran narración sobre viajes en el tiempo, cuando hacía ya suficientes años que la revolución industrial había sentado las bases de la industria de la locomoción y la humanidad se preparaba para la época de los grandes viajes, el urbanista Eugène Hénard soñó con la posibilidad de un cruce de carreteras circular, que permitiera a los conductores elegir de forma fluida el camino deseado y les ofreciera, además, la posibilidad de retroceder. Sentí como si la idea me hubiera sido susurrada, confesó. Y así es como fue, Eugène. Ellos. Los que vienen de fuera. Ellos te susurraron la idea.

La rotonda contiene todas las claves que hacen posible los viajes temporales. En primer lugar, nos informa de que el viaje espacio temporal sólo es factible en movimiento, nunca en estado de reposo. En segundo lugar, deja bien claro que una velocidad de entrada moderada es imprescindible para salvar con éxito el abombamiento espacial que, en ocasiones, se produce al ingresar en el bucle. También es recomendable para minimizar el riesgo de colisión con otros viajeros del tiempo. En tercer lugar, la rotonda nos dice que, para regresar al pasado, es necesario trazar un rodeo completo dentro del bucle espacio temporal. En cuarto y último lugar, la rotonda nos anuncia la sobrecogedora existencia de líneas de tiempo laterales, ramificaciones en la flecha del tiempo que hablan de nuevas dimensiones temporales.

La rotonda no es otra cosa que la información encriptada del viaje en el tiempo y sus leyes. Los Astrofísicos deberían bajar la vista del cielo y ponerla en ella.

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la-vida-secreta-de-las-senales-3Si yo fuera una idea, haría como hacen las demás ideas: me introduciría en un ser humano y usaría su cerebro como una placenta en la que madurar antes de ver la luz. Si yo fuera una idea, la primera vez que quisiera ver la luz usaría cualquier cerebro inteligente, pero, después, volvería a usar ese mismo cerebro porque la gente está más dispuesta a escuchar a aquellos que ya han tenido alguna idea que a los que no han tenido ninguna. Y lo haría así porque, si fuera una idea, yo lo que querría es prosperar y extenderme lo más rápidamente posible. Si yo fuera una idea, no me importaría en absoluto que el mérito de la ocurrencia se lo atribuyeran por entero a la persona que he usado como recipiente en vez de a mí misma, que dijeran La 5ª Sinfonía de Beethoven en vez de La 5ª Sinfonía a través de Beethoven, porque el culto al genio fomenta nuestra aparición y desarrollo. No obstante, si yo fuera una idea, no me quedaría más remedio que aceptar que el culto a la vanidad tiene su cruz, puesto que es, por naturaleza, individualista, y dificulta el trabajo en equipo. Si yo fuera una idea, estaría tan desesperada por salir, que usaría cualquier cauce para ver la luz sin importarme la pertinencia o congruencia del mismo y, así, existirían pintores ciegos, músicos sordos, escritores mancos… Ni que decir tiene que sería acérrima defensora de la influencia, la copia o el plagio descarado, porque, si fuera una idea, la ética y la deontología profesional me importarían un rábano. Si yo fuera una idea, estaría tan ansiosa por ver la luz, que me introduciría en el cerebro elegido a cualquier hora del día o de la noche, me insinuaría en los lugares más improcedentes, e idearía estratagemas para combatir la pereza y la amnesia de los humanos, como persuadirles de que lleven siempre encima papel y lápiz porque nunca se sabe cuando puedo surgir. Si yo fuera una idea, y además fuera una idea perniciosa, me inocularía en el cerebro de turno y crecería en su interior como un alien, hasta reventar y ponerlo todo perdido. Si yo fuera una idea, me descojonaría de las peleas por los derechos de autor, y el símbolo universal del copyright que, hace años, otra idea como yo le sugirió a un diseñador, me parecería una de las ocurrencias más mordaces en la historia de las ideas. Gira el símbolo 90º a la izquierda y sabrás lo que nos inspira a las ideas la pueril pretensión de las personas de adueñarse de nosotras.

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la-vida-secreta-de-las-senales-21Incontables señales en el metro incitan a la huida. La razón es lógica: él anda suelto. Él. El hombre que parece una i. i de Implacable. El mayor asesino conocido. Implacable es indiferente e inmisericorde. Insaciable e imprevisible. Inmune a la piedad. Siempre está irritado, actúa de forma irracional, pasa inadvertido. Dicen que vive en los túneles, que se alimenta de óxido y sombras, como los saturnales lunáticos, crepusculares e invisibles, de los cómics de Spirit. Implacable elige a su víctima, levanta el brazo, apunta, dispara, no yerra. Salvo una vez: su víctima quedó postrada, pero viva, condenada a sentarse ¿para siempre? en la letra C. Implacable los elige desprevenidos. Abundantes señales junto a los planos de metro nos alertan de su modus operandi: ¡eh, oiga, no se distraiga, no baje la guardia mientras consulta el plano, podría ser víctima de este hijo de mala madre! Al primer vistazo, la señal sugiere un monigote inofensivo. No te equivoques; un detalle en ella retrata cabalmente al asesino: al verdugo le tiembla el brazo tan poco como al monigote de la señal. Las nuevas estaciones de los extrarradios son grandes, solitarias, de alto riesgo. Una segunda señal lo ilustra de forma impecable: Implacable dispara, se aproxima a la víctima, se sienta, apunta de nuevo, remata. En círculos policiales lo conocen como El hombre sentado en la letra H. H de homicidio. Si lo ves, huye. Huye o cruzarás la línea roja. Corre hacia la salida más próxima. Está sobradamente indicada. Exageradamente indicada. Las autoridades que gobiernan este vasto mundo subterráneo velan por nosotros.

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Decenas de señales en los andenes del metro cuentan una historia. La del hombre sentado en la letra C. Es una historia de cautiverio y superación y tiene un final feliz.

Me pongo en su piel. Una vez me senté en un sillón curvo diseñado por un bromista y casi no pude ponerme otra vez de pie, así que imagino lo que debe de sentir ese hombre: un mal día se sentó en la letra C y ya no ha podido levantarse. La C lo engulle, tira de él hacia abajo, lo reclama para sí. ¿Sentirá el hombre sentado en la letra C que la letra C es ya una parte consustancial de él mismo?

El hombre sentado en la letra C deambula por los pasillos del metro. Dicen las señales que está en todas partes, pero yo no le he visto en ninguna. Quizá es que sale de noche, huyendo de la maraña de piernas que hacen del metro un bosque intransitable. Entonces se desplaza a su libre albedrío, como un robinson vagabundo entre fluorescentes y contrachapados. Lo imagino en los pasillos zigzagueantes de Gran Vía o Tribunal, negociando las curvas con precisión euclidiana. Lo imagino frente a las rectas infinitas de Nuevos Ministerios, lleno de vértigo horizontal.

Las señales del metro, sin embargo, cuentan algo más, y tal vez eso explique por qué no lo he visto nunca. El hombre sentado en la letra C sueña una noche que hace un gran viaje y, al abrir los ojos, se niega a despertar. Se acerca a la estación de cercanías. Hay nubes, viento, moscas, horizonte. Sube al primer tren. El tren se pone en marcha. Y ahora viene mi escena favorita: henchido de euforia, mira por la ventanilla. Atrás quedan las luces de neón, las escaleras mecánicas, el olor a gofre. Pero, sobre todo, atrás queda, diminuta como un punto de no retorno, la letra C. Sola y desdeñada en mitad del andén, huérfana de hombre. Y ahí sigue, deseando el improbable regreso del hombre que se sentaba en ella. No lo digo yo. Está escrito en las señales.

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