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Posts Tagged ‘Trivialidades’

A los cuatro años de edad estaba tan convencido de la supremacía de su yo subjetivo frente a la realidad objetiva que apenas se extrañó cuando, al hacer el pino en el salón, su familia y todo el mobiliario cayeron a plomo sobre la lámpara del techo.

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Cuando supo que sufría los primeros síntomas de Alzheimer decidió escribir en un blog sus recuerdos sin escatimar detalle, decidió crear una web con las fotografías que guardaba, decidió subir a youtube todas y cada una de sus películas, y decidió indexar su vida año por año para que los motores de búsqueda hicieran bien su trabajo. Y luego, después de conseguir conectar su cerebro vía wifi a su ordenador, ideó un método para fijar en su memoria un buen número de hiperenlaces.

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El cine vivió su segunda época dorada cuando inventaron el sistema subjevisión. Te metías en la mente de un personaje y veías la película en primera persona. La misma película podía aburrirte, fascinarte, divertirte o ponerte los pelos de punta según qué personaje hubieras escogido. Se pasó de preguntar ¿cuántas veces la has visto? a ¿cuántos personajes la has visto?

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Nadie le cuenta secretos. Tiene fama de saber guardarlos.

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Mientras dormía, un caprichoso repunte bursátil en la bolsa americana salvó su puesto de administrativo; de camino a la oficina no se cruzó por un pelo con una ex a la que no quería ver ni en pintura; al volver a casa pasó bajo un alféizar deteriorado que se hubiera desprendido de haber soplado el viento un poco más fuerte; entró en la pescadería y eligió una merluza sana flanqueada por dos que tenían anisakis. Después de la cena, puso la tele. Anunciaban el número ganador de la lotería. Sacó su billete. No coincidía. Mierda de suerte.

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Tengo 140 años pero aparento 40. Mi secreto: soy como una alacena. Una alacena es un contenedor de cosas; vas poniendo cosas dentro hasta que ya no caben más; llegado ese punto, si quieres meter algo, has de sacar algo. Las personas somos alacenas de tiempo: cuando nos llenamos de tiempo, nos morimos. Para vivir más yo hago lo mismo que la alacena: saco tiempo. Me cabe más tiempo porque elimino tiempo. Aprendí a hacerlo con 40 años y por eso, cien años después, sigo aparentando 40. En mi 41 cumpleaños no envejecí ni una cana; a cambio, olvidé mi primer año de vida. En mi 140 cumpleaños ya había olvidado mis primeros cien años. La mayoría de mis álbumes de fotos parecen de otro. Estoy cansado y empiezo a apreciar más mis recuerdos que mis vivencias. Debería dejar que la alacena se llene: tendría menos vida por delante y más recuerdos por detrás.

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Estábamos sentados en una terraza de la Castellana haciendo un sudoku cuando, sin venir a cuento, ella se giró hacia mí y me dijo con los ojos húmedos: ¡Sí! Un violinista surgió de no sé dónde y se puso a tocar el Concierto para violín de Bartok, el mar apareció frente a nosotros, se encendieron las velas de todas las mesas y al momento siguiente se hizo de noche. Caí de rodillas al suelo y mi mano viajó hasta mi bolsillo, donde encontró un anillo de compromiso que yo no había puesto. No lo hagas, pensé. ¿Quieres casarte conmigo?, dije, sin embargo, sometiéndome como el resto a la fuerza de su deseo.

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Acojonante. Resulta que cada acto, público o privado, que llevamos a cabo queda registrado en no sé qué parte del tejido espacial que nos rodea, igual que las imágenes que se sobreimpresionan en una película. Los científicos han recuperado esa película. La vida de cualquiera es revisable hasta el último detalle en tres dimensiones y alta definición. La poli ha pedido hacer un registro de miles de vidas de presuntos delincuentes. Se alzan voces contra lo que se considera allanamiento de pasado. Uno podrá visitar los mejores momentos de su vida o revivir sus mayores estupideces y aprender de ellas. Se acabó lo de contar a los nietos batallitas: los metes directamente en las Ardenas y ríete de Medal of Honor. Los fabricantes de videojuegos están aterrados: la vida real vuelve a ser interesante. Sobre la vida de Cristo, Mahoma, Buda, o sobre la muerte de Elvis o Kennedy, las autoridades guardan, de momento, un prudente silencio.

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Desde que las cronomudanzas son posibles he fijado mi residencia a las 10 en punto de la noche del 21 de junio. Disfruto de un maravilloso atardecer permanente, con las farolas recién encendidas como enormes luciérnagas contra un impresionante cielo de color malva. Es un minuto muy caro y me obliga a mantener unos altos ingresos. Lamentaría que la crisis me forzara a mudarme a las dos del mediodía del 15 de julio, por poner un ejemplo de momento desagradable pero mucho más asequible. Creo que antes me iría a las tres de la mañana de cualquier noche de diciembre o enero. Con el éxodo masivo de gente de la noche al día, se necesitan trabajadores para mantener los servicios mínimos. Pagan un plus por frío, nocturnidad y aburrimiento.

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Escucha, he encontrado en internet la familia perfecta en la que pasar nuestras vacaciones: él es piloto, ella bióloga, cuarenta y pico años, guapos, buena salud. ¿Tienen niño? Uno, igual que nosotros, toca el piano. Genial, pero, ¿no será muy fino para el nuestro?, acuérdate del año pasado: les devolvimos a aquel niño con una ceja partida. Nada que no cubra el seguro. ¿Tienen perro? Un setter irlandés. Uy, a nuestro perro salchicha le va a encantar el cambio. ¿Y el abuelo? ¡Ostias, el abuelo! A ver…, sí, hay abuelo, menos mal, ¡joder!, está en silla de ruedas, ahora me explico el precio. Vaya, qué pena, estaba tan bien…, ¿y si no le decimos nada hasta el último momento?

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Oye, lo lograron. No sé cómo. Encontraron el puto sitio del cerebro en el que se refugia la identidad. Lo demás vino rodado: un sencillo trasplante y cambiabas de cuerpo. Lo de la multipropiedad pero con personas. Por un módico precio te ofrecen un catálogo de cuerpos en los que pasar tus vacaciones. Te implantan tu identidad en el cerebro que eliges y, sin dejar de ser tú, adquieres todas sus habilidades. El contrato viene con una cláusula: puedes ocupar todos los cuartos menos ese que tiene la puerta cerrada con llave. En él se guardan los secretos y perversiones íntimas de su propietario. Quita, quita. Yo, que soy bombero, ya voy por tres mudanzas: médico, sacerdote y sexador de pollos. El año que viene haré mi reserva con tiempo para piloto de Fórmula 1. Si tengo que pagar un plus, lo pago. Las vacaciones lo merecen, oye.

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Tras localizar y aislar el último recuerdo de un afectado por Alzheimer severo, un laboratorio de Basilea ha logrado extraer de él su adn memorístico, a partir del cual ha sido posible recuperar toda la secuencia completa de recuerdos del afectado. El enfermo, cuya vida había sido un total y absoluto desastre, ha demandado al Laboratorio.

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Estudiante. Final de curso. Padre. Promesa. Aliciente. Premio. Noche en vela. Exámenes. Nervios. Resultados. Sobresalientes. Alegría. Moto. Estreno. Stop. Frenazo. Impacto. Hospital. Noche en vela. Médico. Nervios. Diagnóstico. Ritmo cardiaco. Insuficiente. Frecuencia respiratoria. Deficiente. Constantes vitales. Suspendidas.

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Rayo. Mansión. Incendio. Carbonizado. Llamadas. Lloros. Entierro. Herencia. Hermanos. Disputa. Abogados. Juez. Rabia. Tiempo. Rencor. Tiempo. Odio. Sobrinos. Amor entre dos. Familias. Disgusto. Prohibición. Desobediencia. Embarazo. Bebé. Tiempo. Porche. Verano. Noche. Cielo. Tormenta. Hijo. Padres. Conversación. Pregunta. ¿Cómo empezó todo? Rayo. Así.

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Mi hija. Se fue de casa dando un portazo. Veo su antigua casa de muñecas. Abro el frontal abatible. Las celdillas de los cuartos se exhiben con doméstico impudor. Miro hacia el que ella llamaba su cuarto. Observo con sorpresa que la muñeca que lo habita, pelirroja como mi hija, tiene bisagras en un costado y el frontal abatible, igual que la casita. Abro la muñeca. Sus órganos internos se exhiben con visceral impudor. Me fijo en el corazón, el único órgano con bisagras y frontal abatible. Contiene un librito con, sí, dos diminutas bisagras en el lomo. Separo sus tapas. Una lupa me permite apreciar que hay una frase escrita en su interior. La frase está plegada sobre sí misma y en uno de sus extremos hay dibujada una bisagra. Sospecho que para poder abrirla tendré que volver a conquistar el corazón de mi hija.

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Experimentos llevados a cabo en un laboratorio de Michigan han demostrado que en un recipiente aislado y vacío puede surgir espontáneamente un recuerdo, lo que se considera la primera evidencia científica contra la existencia del pasado.

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Tengo el libro en las manos. De las tres versiones posibles: “Superficial”, “Intermedia” y “Toda la verdad y nada más que la verdad aunque pueda resultar doloroso” he escogido la tercera. Lo he hecho por miedo a que si no pueda resultar insulso; he pagado demasiado dinero por él para que luego me decepcione su contenido. Sigo las instrucciones con escrúpulo reverente: pegar el volumen a la frente, cerrar los ojos, relajarse durante cinco minutos, volver a colocarlo sobre el regazo. En cualquier momento sucederá: la portada en blanco empezará a colorearse y comenzará a escribirse el título. Luego tendré que pasar pacientemente las páginas en blanco una a una a medida que se vayan llenando de letras. Las letras que cuentan mi vida. Dicen que en las próximas versiones no será necesario abrirlo para que se autoescriba. De los tres tamaños posibles he elegido el breve. Sólo tengo dieciocho años.

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El 16 de agosto de 2008, durante la final olímpica de Pekín, un cronómetro Omega necesitó sólo 9 segundos y 69 centésimas para medir la carrera de un hombre en cien metros lisos, rebajando en 3 centésimas la anterior plusmarca en posesión de un cronómetro Tag-Heuer.

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Mientras los mayores charlaban de sus cosas en el salón, los niños se pusieron a correr alrededor del chalet. Vueltas y vueltas sin parar con el hilo de seda en la mano. En un par de horas la casa estaba completamente envuelta en un capullo. Durante tres días reinó el silencio. Luego la envoltura se resquebrajó a la altura de una ventana. Los que estaban dentro asomaban la cabeza, después el cuerpo entero, desplegaban las alas y echaban a volar metamorfoseados en ángeles.

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Érase una vez tres guisantes que afirmaban ser verdaderos. Para despejar la duda de quién de los tres decía la verdad, esa noche, mientras dormía cada uno en su cama, les cubrieron con un montón de colchones y pusieron una princesa encima. A la mañana siguiente, dos de los guisantes se levantaron intactos; el verdadero estaba hecho papilla.

(a R., inspiradora de la historia)

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Al día siguiente de descubrirse que cada uno de los seres del planeta vive en una burbuja aislada y que la realidad es una farsa creada por nuestras mentes, nadie fue a trabajar y todo el mundo se quedó alucinado, sin saber qué hacer, salvo cuatro avispados que montaron la cadena de Academias de Competitividad Imaginaria, se forraron y llevaron una vida ficticia de lo más desahogada.

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Esta mañana, cuando esperaba al autobús, un conductor despistado paró y me hizo la siguiente respuesta: Siga recto, al final de la calle gire a la derecha y vaya hasta la rotonda: es el edificio amarillo rodeado de acacias. Lo pensé un momento antes de darle una pregunta: ¿Por dónde se va al ayuntamiento? Me dio las gracias y reemprendió la marcha. Ahora ya sabía a dónde iba.

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La invención del medidor de estados de ánimo dio paso a un descubrimiento: la cantidad de alegría consumida en un día en el planeta coincidía con la cantidad de tristeza detectada ese mismo día en el planeta. Ambas eran equivalentes: la inmensa alegría del ganador de la lotería era igual a la suma de la miles de pequeñas decepciones de los no ganadores. Como la alegría de unos implicaba la tristeza de otros, a la tristeza empezó a llamársela alegría sustraída y nació un concepto nuevo: la desigual distribución del alborozo. Mostrar optimismo en público, aunque fuera moderado, empezó a estar mal visto, porque implicaba que alguien, en alguna parte, estaba sufriendo por ello. Los joviales fueron tachados de ladrones de felicidad. La euforia entró en el código penal. Los chistes fueron prohibidos, las escenas de risa de las películas censuradas y los cómicos se quedaron en paro (en un circo quemaron al payaso, lo que provocó mucha alegría en el forzudo y la misma dosis de tristeza en la bailarina). Por razones inversas, la tristeza gozaba de buena prensa. Ya no se decía «depresivo crónico» sino «filántropo». La gente se mostraba en público taciturna y, las pocas veces que se alegraba, lo hacía en privado y con sentimiento de culpa. Por eso, el día que las autoridades decidieron destruir el medidor de estados de ánimo, todo el mundo se alegró muchísimo. Todos menos su inventor, que cobraba cada vez que su invento se usaba. Su disgusto fue el último en medirse y entró por la puerta grande en el libro Guinness de los récords.

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trivialidades-11El hámster daba vueltas y vueltas a la rueda sin parar. Si queremos limpiar la jaula, dijo mamá, hay que sacar al hámster. Yo lo cojo, yo lo cojo, dijo Lola. Toma, le dijo mamá. Lola puso el hámster en el suelo. ¡Noooooooo!, gritamos todos. Cuando Lola lo alzó de nuevo, el animal ya había tocado el suelo con sus patitas el tiempo suficiente para que el planeta girase a la velocidad de la rueda durante un instante. Llevaría un buen rato recoger todo lo que se había caído, barrer todo lo que se había roto y colocar cada cosa en su sitio. Papá se enfadó un poco cuando volvió del trabajo y se enteró de que habíamos sido nosotros. 

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¡Ssshhhh, callad! -dijo mamá nimbo al resto de la familia de nubarrones- quiero oír el parte del vestuario. El mapa del televisor se llenó de pantalones cortos y camisetas sin mangas. Mañana, confirmó el locutor, tendremos un día de pantalones cortos y camisetas sin mangas. Habían hecho planes para salir de excursión. Ya lo veis, anunció mamá nimbo, tendremos que quedarnos en casa. ¡Qué fastidio!, protestaron los niños cúmulo-nimbos, llevamos por lo menos dos semanas de camisetas sin mangas, ¿cuándo van a salir los chubasqueros?

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Cuando nació no era más que un taburete. Los pequeños lo elegían para sentarse o subirse y más de una vez hubo que lamentar un accidente. Luego pegó el estirón: se convirtió en silla, entró por derecho propio en el círculo de los adultos y empezó a formar parte de sus conversaciones. Tal vez por eso parecía rígido y tenso, como a la defensiva. Tal y como su desarrollo vaticinaba, llegó a ser un sillón robusto. Le gustaba que vinieran visitas para exhibir cada músculo de su anatomía bien torneada: nunca faltaba una palabra admirativa, un comentario elogioso, las mujeres le miraban, buenos años. El tiempo y la inactividad le fueron añadiendo sobrepeso hasta convertirlo en butaca. Aunque ya nadie reparaba en su físico, a aquellos que buscaban su compañía sabía cómo hacerles sentir cómodos y nunca le faltó un grupo de adeptos. Ahora, varios años después, es un puf orondo y venerable. Sobrelleva con estoicismo sus hernias y achaques, y vuelve a sentirse a gusto entre los niños.

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Huy, aquel vaso. No estaba bien. Cada vez que lo posaba en la mesa emitía un sonoro crash, como si se rompiese. No había que ser un lince para darse cuenta de que trataba de llamar mi atención. Cuando, al posarlo, un vaso hace crash en lugar de toc, es que algo le pasa. Decidí colocarlo en la balda más alta, por si se trataba de un problema de autoestima. El vaso seguía haciendo crash. Probé a no llenarlo de agua sino de bebidas glamourosas. Peor: el vaso, cada vez que hacía crash, hacía un crash más cráshtico que nunca y le olía el aliento a alcohol (fue una falta de tacto por mi parte decirle que tenía que dejar de beber). Resolví no meterlo más en el lavavajillas, sino fregarlo a mano con mi estropajo más suave, secarlo al sol, ponerlo en la ventana para que se distrajera. Nada. Crash que te crash. Pensé que quizás era por mí, a lo mejor la atención que le dedicaba no estaba a la altura de sus expectativas, así que todas las noches abría el armario de los vasos, apartaba a los otros deliberadamente para que él se sintiese elegido, lo ponía en mi mesilla junto a la cama y, al llevármelo a los labios para beber, lo hacía con delicadeza, con ternura, como si le besara, cerrando los ojos mientras pensaba en mi mujer (esto nunca se lo dije, como tampoco le dije a mi mujer que mientras la besaba a ella pensaba en el vaso; ninguno de los dos lo hubiera entendido y tal vez me hubieran dado puerta y liado entre ellos, esas cosas pasan). Lo del beso tampoco funcionó. Una noche vi un documental sobre la eutanasia. El vaso estaba a mi lado y, no me pregunten cómo lo sé, -esas cosas se saben entre personas y vasos que llevan mucho tiempo juntos-, parecía muy pendiente de lo que se decía en pantalla. Fue entonces cuando comprendí: me lo había estado pidiendo desde el primer día. De noche, mientras cenaba, hice de tripas corazón y le di un codazo como al descuido: el vaso cayó al suelo y se rompió, pero esta vez no hizo crash. Todo lo que escuché fue un gracias, no un gracias cualquiera, sino el típico gracias de un vaso de cristal cuando siente alivio. Quien lo haya oído alguna vez sabrá de qué hablo.

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Caminaba por la calle cuando sintió el dolor intenso en la rodilla. Instintivamente miró al frente buscando el motivo. Tres metros más adelante, una baldosa mal colocada sobresalía un centímetro de la acera. Se resignó a la certeza de ir a tropezar con ella.

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Hoy, día mundial contra el sedentarismo, las sillas se han puesto de pie y han salido a hacer footing.

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¿Jugamos al escondite, papá?, propuso el niño, con cara de aburrimiento.

Estaba a la intemperie, bajo un sol de plomo, en la pelada llanura que rodeaba la casa, sin nada alrededor: ni un árbol, ni una valla, ni un solo obstáculo donde esconderse. Su silueta flaca contra el horizonte, desdibujada por el calor, recordaba a un repunte solitario de sismógrafo. Vaale, dijo el padre, sin ocultar del todo su desgana. Se levantó de la hamaca, entró en casa y salió con una linterna en la mano. El crío sonrió nada más verla. El hombre apretó el interruptor de la linterna y, de golpe, se hizo de noche. En la cerrada oscuridad, el haz de luz comenzó a moverse a un lado y a otro persiguiendo la risa excitada del niño.

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